domingo, 31 de octubre de 2010

Fantasia

No hace mucho conocí a un músico muy especial, barroco y holandés: Jan Pieterszon Sweelinck. O Sweelinck a secas. De sus muchas obras destacan sus fantasias, composiciones improvisadas en el órgano, y una de ellas, Fantasia (a-phrygian) me quita el aliento. ¿Por qué? No lo sé, mi ignorancia del místico lenguaje musical no me permite hablar de sus cualidades técnicas, por tanto, debo permanecer en mis fugaces impresiones estéticas para sondear el secreto, la clave de su efecto.

¿Dónde radica la violenta fuerza? Una fuerza que eleva al oyente, lo arrolla, lo magulle y lo alza como un tornado místico a las alturas. Una melodía transparente pero densa, delicada pero arrolladora, aguda y destructrora. Quizá deba usar un pequeño relato que me ha marcado, el de Santa Cecilia o el poder de la música. Allí la santa Cecilia, patrona de la música, toma la dirección de la orquesta a tiempo para proteger al monasterio del ataque de una horda de protestantes iconoclastas. Los líderes de la horda de Amberes, 4 holandeses, caen de rodillas ante la música y, como malditos por Dios, pasan el resto de sus vida condenados a recitar el Deus excelsis gloria.

Como el milagro de Santa Cecilia, esta fantasia de Sweelinck ha suscitado un efecto similar en mí. Me arrodilla, me obliga a arrodillarme, cerrar los ojos y rendir pleitesía, a adorar. Creo adivinar una búsqueda desesperada por un objeto que no puede ser aprehendido y que genera temor, ansiedad, angustia porque no es posible llegar a él. Es un objeto sublime.

Los ascensos y descensos en la pieza se tornarn progresivamente violentos, oscilan frenéticamente y se desenrollan como una serpiente que guarda más y más veneno. La atmósfera se vuelve irrespirable, trepa estratosféricamente y allí dónde debería iniciar el espacio exterior, la pieza acaba. No sabemos si la orgullosa ave logró llegar al eterno e infinito espacio exterior o ha caído como Lucifer con la soberbia destruída, como ave en decadencia.

Sweelinck y su obra me tocan, me llevan a un extraño y casi enfermo éxtasis estético, el éxtasis de la fuerza inconmesurable, lo sublime. Así como cuatro pacíficos protestantes convertidos a fuerza de un milagro en la fe tridentina, así yo en -a la inversa-, imbuido en el ethos católico he sido movido por el mismo milagro de un protestante: el milagro de la música. Y lo mejor; fue un feliz descubrimiento porque no llegó solo, sino con la amistad, la amistad de Ari.


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