sábado, 29 de mayo de 2010

Del homicidio virtual

¿Qué pasaría si los detalles y las minucias digitales sean tan verosímiles en un monitor que no hubiese distinción entre aquella pantalla y lo que percibimos directamente en nuestros ojos? El engaño digital: las retículas, la impersonalización de la tecnología nos impide apreciar directamente los efectos. Este engaño fue patente en la Guerra del Golfo: se dio la impresión de ser una “guerra limpia”. Las imágenes a blanco y negro de los dispositivos infrarrojos que ajustan entre sus cruces las instalaciones, los tanques y otros artefactos iraquíes nos transmiten la impresión de que todo se ejecuta a la distancia; sin sangre, sin víctimas. Casi es la lucha de máquinas contra maquinas. En efecto, en la historia de la guerra en ningún otro momento las maquinarias militares han dispuesto de herramientas mortíferas con tan elevadas prestaciones y complejo funcionamiento.

Eficiencia presente en cualquier proporción: desde la lucha hombre a hombre hasta en el despliegue global: un soldado puede paralizar a un hombre con una pistola con electrodos y ponerlo fuera de combate. Ese mismo soldado debidamente adiestrado puede segarle la vida a un hombre más allá de una milla de distancia. En Afganistán, un francotirador canadiense eliminó a dos artilleros a 2436 metros de distancia. ¡La muerte puede llegar a dos kilómetros y medio! Sistemas de artillería que pueden disparar 8 salvas de 155 milímetros de tal modo que impacten en el blanco simultáneamente. Un bombardero B-2 (que cuesta unos 1200 millones de dólares) es capaz en menos de 16?¡ horas lanzar 2 toneladas de napalm.

Tal eficiencia en las herramientas necrológicas aumenta también en términos logísticos. El cuerpo expedicionario de la infantería de marina estadounidense [los prestigiosos U.S Marines] pueden desplegar 3000 hombres, varios escuadrones de cazas, helicópteros, buques anfibios de combate, debidamente armados y abastecidos en cualquier punto del globo en menos de 72 horas.

No quiero apartarme de mi asunto: el homicidio es reprochable. Sea con un cuchillo o desde un cómodo contenedor pilotando aviones a control remoto en operaciones contraguerrilleras en el lejano oriente. Es matar, así las acciones estén mediadas por millones de señales microondas y el agente homicida sean miles de fragmentos incendiarios de una bomba de caída libre dirigida por GPS. Yo asesino cuando oprimo el botón. Me parece increíble. Una acción tan sutil puede desencadenar tanto daño. Un botón o una tecla en nuestros tiempos nihilistas hacen cualquier cosa: insertar la letra a o abrir las compuertas de una central hidroeléctrica.

En el intento de decidir si matar en un videojuego es matar en sentido estricto nos atendremos a ciertos parámetros: el primero, que he intentado extraer en esta pequeña divagación: las interfaces empleadas en los sistemas de armamentos son muy similares a los empleados en los videojuegos. Ese medio nos da una percepción cínicamente similar de dirigir un arma.

En segundo lugar, hay dos dimensiones en el matar: una interna que involucra la concupiscenciao la sevicia, es decir la intención de herir, dañar o de hacer el mal, diría don Jose María Escrivá; y una externa que se mide por sus consecuencias: quién oprime el gatillo probablemente obtenga un herido y/o muerto al otro lado del cañón; quien juega Resident Evil no pasará de un zombie agonizante en el piso de su interfaz.(aquí no hablaríamos de homicidio, sino de un necrocidio: la muerte de un no-vivo, aunque la discusión de si un zombie aún es humano se dará en otro lugar).

Un homicidio tal cual como lo conocemos tiene lugar bajo estas dos circunstancias: hay una intención (o falta de ella, véase el homicidio culposo o el doloso; o bien un simple accidente) y una víctima. En un videojuego hay concupiscencia, pero no víctima real, aunque sí la hay siempre y cuando consideremos al objeto virtual un objeto provisto de existencia.

Todo ello suena aterrador. Pero la cotidianidad es, por fortuna, más compleja y dinámica. Un joven o niño que juega no es estigmatizado por ser un homicida virtual como un reo de la Modelo o un desmovilizado que haya estado en El Salado* (muy salados, por cierto), no obstante si es conocido el hecho de que exponerse a tales prácticas cibernéticas genera tendencias violentas en el comportamiento.

Entre las ventajas del homicidio virtual se cuentan la carencia absoluta de remordimiento y la sórdida posibilidad de repetirlo una y otra vez, de simularlo tantas veces como sea posibledisfrutando de la variedad (“En la variedad está el placer”, diría mi padre). El carácter propio de la realidad virtual nos libera de la incómoda carga de haber matado alguien real, que respira, siente y sufre como el victimario.

En efecto, algunos juegos lo permiten. Yo no soy precisamente un sibarita ciberadicto, pero durante un tiempo jugué Hitman: Codename 47 en su versión para Pc y es descrestante. Una misión en especial deja muy claro que el objetivo puede ser alcanzado de distintas maneras. Básicamente es eliminar a un warlord en Hong Kong y recuperar una antigua reliquia. El tangose oculta en un prestigioso restaurante (que hace las veces de búnker fuertemente defendido con una modesta pero eficiente fuerza paramilitar –entiéndase aquí paramilitar como cualquier persona jurídica o natural que usa armas como parte de su actividad laboral por medio de armas-) y uno debe en principio pasar el nivel con el máximo sigilo y discreción, asesinando al objetivo y, de paso, lograr alguna labor samaritana (en este caso, liberar a una esclava sexual, quien le ayuda a uno con la clave de la caja fuerte y una indiscreción íntima de su cliente preferido: el capo).

Pero eso es sólo una opción. La opción dura es asaltando el glamoroso restaurante con un AK-47, 3 pistolas y más 300 proyectiles en el cinto: matar al objetivo, por supuesto, y también a sus guardaespaldas, la putita, ayudantes, empleados, cocineros, meseros, asistentes, clientes y hasta el perro del patio sin distinción de sexo (¿o deberé decir género por motivos socioculturales?), edad o posición social. Todo un Pozzeto en el lejano oriente. Todo esto una y otra vez, refinando la táctica y ubicando la posición de los guardias y los pequeños arsenales. Así hasta límites morbosos. De este modo descubrí que incluso las víctimas gritan aunque se les dispare un tiro de gracia (Kopfschuss).

Un asesinato virtual no es, a final de cuentas, un daño a un semejante, sino contra sí mismo. Quien mata en un juego se arruina a sí mismo*. Tampoco en la misma intensidad que un asesinato real, pero el efecto es casi el mismo a la larga. Por lo demás, la reiterada práctica y el continuo abuso del intelecto para propósitos perniciosos afecta el espíritu del autor intelectual [dado que no hay una ejecución real con medios materiales reales del delito no hay un autor material, sólo planeadores y simuladores]. Quien entrena su razón en propósitos perniciosos se predispone en otras situaciones a actuar de similar manera.

Creo que aquí mi preocupación ronda alrededor de la simulación. Crear entornos lo más cercanos a la realidad para probar x o y comportamiento. La premisa de que en una simulación perfecta (es decir, que no se pueda distinguir de la realidad) el efecto de una acción moralmente incorrecta arruina de igual manera la capacidad de juicio me preocupa en exceso, máxime en el desarrollo vertiginoso de herramientas digitales de entretenimiento usadas sin control por jóvenes ávidos de placer más que de salud.